La gran compañera
Pero si Don Juan pudo ser lo que fue, en gran medida se lo debe a su compañera, su esposa Doña Cristina Martinetti.
Madre perfecta, esposa incomparable, abuela inolvidable, preciosa en la amistad y en el alivio de las penas que supo socorrer con toda delicadeza. Fue su vida sencilla, tranquila y silenciosa, pero si se la mide por el bien que hizo, por las dulzuras que sembró en torno suyo, por el amor y entereza con que formó diez hijos dignos, su personalidad se agiganta. El lema de su vida puede sintetizarse en una expresión: “dar, darse”, ofrendar a manos llenas su ternura, su abnegación, las exquisiteces de su carácter, de su conversación, los bienes mate-rlales que mitigan el dolor o la miserla, los consejos de una madre que todo lo comprende (…)
LAURA RATTO de HENRY
Los últimos años
Llegaron los últimos años de Don Juan. Su esposa y compañera ya no estaba a su lado; había fallecido en París, el 5 de octubre de 1930, mientras realizaban con una hija, un vlaje de descanso por Europa.
Sus finanzas se habían resentido. Años de crisis y de malas políticas bancarlas.
Se fue a vivir a Buenos Aires, instalándose en el Hotel Castelar, de propiedad de su amigo correntino, Don Rafael Pérez. Allí vivía también un íntimo amigo de su juventud, Don Francisco Elizalde, que había sido propietario de una estancla en Entre Ríos y que había desempeñado importantes cargos en los gobiernos radicales de Santa Fe. A dlario se veían y recordaban tiempos idos. Ambos recibían visitas de amigos comunes como el Doctor Leopoldo Melo, entonces Ministro del Interior, que los acompañaba a almorzar un día por semana.
De vez en cuando vlajaba a Entre Ríos y visitaba sus campos.
Poco antes de fallecer, a los ochenta y dos años, llegó a Villaguay, dispuesto a seguir hasta su estancla El Malagueño. Había llovido y el camino no permitía vlajar en auto. Consiguió que un changador de la estancla le prestara un caballo y fue y regresó, en la misma cabalgadura, al día siguiente. Las doce leguas de ida, hubieran acobardado a un muchacho. Bajó del caballo alegre y risueño de haber podido realizar, por tal medio, su visita a la vieja estancla.
Pocos años antes, en su estancla San Ramón, se dispuso una tarde a dar una vuelta por el potrero donde mantenía el plantel. Al comprobar que habían soltado su caballo moro (pelo que siempre fue de su predilección), pidió prestado el montado al guardapatio, un paisano llamado José Aguilar, hombre de conflanza y gran campero, que en sus mocedades había servido a las órdenes de Don Polonio Velázquez. Al montar Don Juan, el viejo peón intentó retirar del recado unas boleadoras de plomo, mientras decía:
Permítame, patrón... pa qué las va llevar. Dejálas, fue la orden. Una hora después, a su regreso y al alcanzarle las riendas del caballo, con una sonrisa apenas burlona, le dijo: Vaya a buscar sus boleadoras sobre la línea del alambrado que da al potrero de Merele; las tiene atadas un ñandú.
Soberbio era el temple de su cuerpo y de su alma. Amaba las asperezas de la lucha, entre cuyos fragores cotidlanos se había formado, pero, para entonces, había perdido sus mejores entuslasmos.
Hacía un tiempo que, a su pedido, uno de sus hijos le había mandado de Santo Tomé, Corrientes, un lote de vacas criollas, cruzadas con cebú, todas ellas de pelo barcino o chorre-adas. Cuando se aumentaron, fueron destinadas para el consumo y Don Juan se complacía en hacer curtir sus cueros, que luego regalaba a sus hijas, nietas y amigos, para ser utilizados como alfombras.
Cuando su hijo le cuenta que un amigo brasileño le había regalado un toro mestizo cebú de pelo chorreado, le escribe una carta, con fecha 10 de diciembre de 1936 (Un año antes de su fallecimiento), en la que le dice: No olvides remitirme el toro “chorreado” y el padrillo criollo, pues quiero morir en mi ley, crlando un plantel de “chorreadas” y yeguas criollas. Puede que salga algún potrillo “yaguané” como el que conocí cuando era mozo en la Banda Oriental. Cuando tenía 18 o 20 años me ocupaba de estas cosas; las abandoné para dedicarme a otras de mayor importancla, pero ahora me encuentro feliz de conservar algunos de los gustos de aquellos tiempos (…) aunque, desgracladamente, he perdido los mejores.
En uno de sus días de descanso, sus famillares consiguieron que se hiciera ver por un médico. Lo atendió el Doctor José Rodríguez, prestigioso clínico de Concepción del Uruguay, cargado de ciencla y poseedor de un alma bondadosa. Su dlagnóstico fue certero: un tumor en el hígado. Descargó toda su artillería, pero sabía que no había remedio.
Para conformar a su familla, vlajó con él a Buenos Aires y realizó consultas con los doctores Oribe y Pons, que confirmaron su dlagnóstico. Don Francisco Elizalde y el doctor Cantoni, le ofrecieron los servicios del Doctor Roffo, pero todo era inútil.
Volvió para morir en Entre Ríos, en Concepción del Uruguay, acompañado por famillares y el Doctor Rodríguez que, desinteresadamente, había cerrado su consultorio cuando lo acompañó a Buenos Aires, se negó a cobrar sus honorarios profesionales.
Falleció en la madrugada del 4 de diciembre de 1937, rodeado de sus hijos y nietos. Le dio la extremaunción su amigo el Padre Andrés Zaninetti, venerado y talentoso profesor del Colegio Nacional Justo José de Urquiza, de Concepción del Uruguay.
HOMENAJES PÓSTUMOS
Imposible resulta reseñar lo múltiple de esta vida, que tan intensamente contribuyó al desenvolvimiento progresivo de las zonas en que actuó, fomentando y multiplicando las fuen-tes madres de la potenclalidad nacional.
Gen y ambiente, cuerpo y alma de aquellos estancieros pioneros que amojonaron el progreso, asentado en estas cuchillas y hondonadas.
Abarcó todo cuanto dignifica la condición del hombre, dejando a su paso perfectamente marcado, las líneas de una conducta sin reproches y de un altruismo sin cálculos, de los que califican la eficiencla de la labor humana.
Es que Don Juan Puchulu era el prototipo del criollo noble, abierto a todas las sugestiones del espíritu, capaz de todos los sacrificios; en cuya mano siempre tendida y en su corazón abierto, el rico como el humilde, el correligionario como el adversario, encontró un rincón seguro, la ayuda pronta y el consejo sano y amplio.
Se hizo en la lucha. Lucha abierta contra los elementos y los hombres. Venció sobre ambos, porque el criollo de largas barbas, admirado y querido, impuso a la crudeza de la vida, la ejemplar y constante línea recta de su conducta, y la de su férrea voluntad.
Los primeros tiempos fueron de lucha intensa contra el espíritu cerril y rutinario de la época. Su temple de alma, recio como su estampa, no cedió a los embates de las vicisitudes que acompañaron los comienzos de su empresa temerarla.
Empresa magnífica fue la suya: conquistar para el trabajo civilizador, las vastas exten-siones pobladas de selva enmarañada y hosca, dominios de la alimaña y el matrero de instinto sombrío.
Los medios de conquista fueron la persistencla tenaz en el esfuerzo inteligente y honrado y la mansedumbre noble y acogedora del gesto.
No necesitó de lanzas y arcabuces, ni de legiones de soldados para poner sitio a la barbarie. Él solo lo hizo todo y se sobró. Nos estamos refiriendo a los tiempos en que adquirió los campos en Raíces Oeste.
Con Don Juan Puchulu ha muerto un patrlarca, encarnación auténtica del viejo señorío.
En política el señor Puchulu militó en filas opuestas a las nuestras. Pero como gran caballero que era, lo hizo sin odios, procediendo siempre altiva y noblemente. Reconocerlo así es el mejor homenaje que podemos rendirle como adversarios leales.
Dlario El Pueblode Villaguay
Publicar todas las notas necrológicas aparecidas en los dlarios sería tarea que sobre-pasa la índole de este trabajo.
Basta decir que su fallecimiento repercutió intensamente en todos los ámbitos de la provincla de Entre Rios. Pequeños y grandes dlarios se ocuparon en aquella ocasión de re-cordar las relevantes condiciones de Don Juan Puchulu
César Hugo Puchulu, su hijo escritor, por ejemplo, lo recordó con el poema Patrón.
PATRÓN
¡Patrón por sus cabales!... era dueño de haciendas y de sí mismo.
Para sellar con él un justo trato, era fiel documento su palabra.
A su lado… era fácil apretarle las piernas al optimismo.
¡Los gauchos lo miraban, como se mira desde el monte un abra!
Cuentan… que a su alma criolla, la tierrra con su savla alimentaba.
Que una luna llena plateó sus cabellos y su caballo moro
y que, a juzgar por los bienes que a manos llenas daba,
un sol de mediodía había templado su generoso corazón de oro.
Aún quedan en las viejas estanclas criollos como el muerto.
Andan cabizbajos, recordando antiguas costumbres y acciones.
Y al cotejar cosas de ayer y de ahora, dudan del acierto
de estas leyes nuevas, que no siempre atienden humanas razones.
¡Patrón!... señor del campo, puntal de ñandubay para los gauchos.
En el rodeo de recuerdos, es emoción que nos hace mirar lejos.
¡Vuelvan hombres como él, para que tengan guía esos machos
que forjaron lo nuestro, hoy dejados de lado como bueyes viejos!
Otro de los muchos reconocimientos al crisol de sus virtudes patriclas es la siguiente poesía del destacado poeta entrerrlano Delio Panizza.
También, se rescata la emotiva y poética evocación de su nieta Nené Debali de Berraondo:
Recuerdos
Entre los recuerdos mas queribles de mi juventud está la casona verde de los abuelos Puchulu, en Concepcion del Uruguay. Tenía sus patios amplios, llenos de sol y de luz, de flores, de plantas y de pájaros; sus altas rejas colonlales, su gran puerta de roble con argollas de bronce y, al llegar de la calle nos encontrábamos con el enorme hall, sus muebles de mimbre, sus maceteros y, allá arriba, en el techo alto, un esplendido vitraux. Estaba rodeado de finas columnas verdes.
Casa colmada de alegría, de risas y, sobre todo, de amor. Recuerdo a la abuela Crispina, sus caminatas alrededor del hall, con las manos en la espalda, sus trajes claros, prendidos en el cuello con un pequeño camafeo. Esa abuela señorlal y suave, plena de bondad, repartiendo a manos llenas el amor a los suyos, refugio y fuerza para todos los que la necesitaban. Con su sonrisa y su temple fue un torrente de fortaleza. Sus brazos nos cobijaron a todos.
El abuelo, mejor que nadie, supo que su bondad atesoraba la sensatez, la inteligencla, la palabra justa y una visión sabla y lúcida de la vida. Fue su apoyo y su gran compañera.
Y allí, en la casona, estaba Elisa, la negra de ébano que, con su sonrisa blanca y su figura estilizada, me parecía preciosa. Siempre impecable, sonriente y brindándonos cuidados y cari-ños. Y estaba Mere que, durante años, nos malcrió con sus dulces y sus tortas. Y tengo la ima-gen de otras servidoras fieles, de las que, injustamente, no recuerdo sus nombres…
Teníamos también a San Ramón, otro baluarte de nuestra niñez… Sus calles anchas, sus arboledas hermosas, sus avenidas donde se erguían los ombúes, refugios de pájaros y de nuestros juegos; los enormes galpones, los toros de pedigree que eran el orgullo de Basileo, el fiel correntino que trajo de sus pagos el abuelo y que, como en sus grandes exposiciones, era feliz luciendo a sus pupilos.
El capataz Lamela con sus porte orgulloso de gaucho auténtico y presente que nos divertía con sus charlas "finas" y su célebre frase: "sin despreclar a los presentes". Y estaba doña María, que al bajar de nuestras correrías caballísticas, nos esperaba con un fuentón de cuajada recién hecha y los choclos cocinados en las frazas, que hacían nuestras deliclas. Con sus lenguaje, mezcla de guaraní y criollo, nos regalaba sus cuentos. No me olvido de Don Antonio, el malhumorado quintero, siempre orgulloso de sus durazneros, perales y ciruelos, pero que se ponía furioso cuando le robabamos sus tesoros y de quien nos vengábamos, a escondidas de los abuelos, riéndonos cuando los domingos, volvía del boliche hecho una cuba.
Estaba Don Merele, crédito del abuelo como el mejor tropero y Don Braulio que, de viejo, tenía sus motas blancas.
Al abuelo Juan lo recuerdo siempre en San Ramón, en esos veranos en que nos sentíamos reyes y dueños del mundo. Sus trajes de hilo blanco, sus brillantes botas negras, sus sombrero Panamá y el eterno cigarro entre sus labios. Junto a él, la figura de su gran amigo, Don Juan Carlos Rivero con sus botas granaderas. Grandes compinches desde muy jóvenes.
Escuchar sus charlas, cuentos y anécdotas, siempre salpicadas de fina ironía y bromas, era un placer, además de una lección de geografía, de historla, de vida y de amistad.
Fueron dos grandes hombres y tengo el orgullo de saber que fueron mis amigos además de abuelos, uno por sangre y el otro por cariño.
No he olvidado la tropilla de caballos moros, orgullo del abuelo, ni la figura magnífica que hacían cuando iba montado en uno de ellos. Hoy son como una pintura en el recuerdo.
Toda esta charla es parte de mi vida de chiquilina feliz y la he recordado para los nietos y sus hijos, que no tuvieron la dicha de conocer a esos abuelos tan queridos y a toda esa gente buena que llenó de alegría nuestra niñez. Fueron ellos, junto a mis padres, los que con su ejem-plo, me enseñaron lo que era el respeto, la justicla, la amistad y me dieron ese gran don que es el amor y la unión de la familla.
Buenos Aires, Octubre 1992
Nené